A principios de la década de 1980, IBM decidió desplegar un sistema interno de correo electrónico. La compañía, de forma sigilosa, empezó a medir las comunicaciones entre empleados para poder planificar cuántos mensajes serían enviados a través del nuevo sistema. En base a este estudio, IBM generó un servidor central de 10 millones de dólares (unos 9,2 millones de euros) para albergar su servidor de correo electrónico. Su potencia computacional debía ser suficiente para lidiar con facilidad con el volumen habitual de interacciones internas que se generan en una oficina.
Al cabo de una semana, la máquina ya estaba desbordada.
Como recordó recientemente un ingeniero que trabajó en ese proyecto, se había subestimado gravemente la carga. El motivo: en lugar de utilizar el servicio para las comunicaciones habituales, los empleados empezaron a comunicarse muchísimo más de lo que jamás habían hecho antes. El técnico se lamentó: "En una semana se ganó y despilfarró el incremento de productividad en potencia del correo electrónico".
Esta historia manifiesta un típico error de concepto sobre nuestra actual relación tempestuosa con el correo electrónico. La mayoría de los trabajadores cree que el correo electrónico es una herramienta pasiva que eligen utilizar para facilitar su trabajo de verdad. Pero como descubrieron los ingenieros de IBM hace tres décadas, esta tecnología no tiene nada de pasiva; al contrario, cambia activamente lo que queremos decir con "trabajo de verdad".
La explosión en el uso del correo electrónico supuso que cada tarea, ya fuera una nimia solicitud a RRHH o una petición clave para colaborar en una estrategia, fuera tratada de la misma manera. Todos los mensajes enviados, independientemente de su importancia, llegan a  una única bandeja de entrada que no hace distinciones. Estas tareas se desarrollan de manera improvisada con el envío bidireccional de mensajes informales según se requieran para avanzar.
La propia esencia del correo electrónico generó un flujo de trabajo desestructurado. La capacidad de asociar las direcciones con individuos (y no, digamos, con equipos o tipos de solicitud o proyectos), y el bajo coste marginal de enviar un mensaje han provocado esta situación. Su uso se extendió por la sencilla razón de que resulta más fácil de hacer sobre la marcha. Requiere un esfuerzo significativamente menor enviar un rápido mensaje que planificar más cuidadosamente la jornada laboral, decidiendo por adelantado qué necesita, de quién y en qué plazo.
Pero que este enfoque desestructurado sea habitual y fácil no significa que sea inteligente. Es importante recordar que ningún comité especial ni ejecutivo brillante decidió que este flujo de trabajo haría que las empresas fuesen más productivas ni que los empleados estuvieran más satisfechos. Simplemente emergió como una reacción instintiva ante una nueva tecnología disruptiva. Como los empleados de IBM de la década de 1980, un día levantamos la cabeza y nos dimos cuenta de que lo que queríamos decir con "trabajo de verdad" había cambiado radicalmente.

El alto precio del bajo coste

Dado que nadie planeó el alza del enfoque de trabajo desestructurado, no debería ofender a nadie cuando afirmo que representa un acontecimiento desastroso para el sector laboral. Una de sus consecuencias es que las tareas acaban estando ligadas a una compleja red de dependencias con individuos esclavos de sus bandejas de entrada en ambos extremos.
La única manera de conservar una corriente de energía positiva a lo largo de esta red consiste en que todos comprueben, envíen y respondan constantemente a la multitud de mensajes que circulan en un esfuerzo por impulsar las tareas, de manera improvisada, hacia su consecución. Si uno se aleja de este statu quo todo el aparato puede estancarse. Esta realidad además genera una gran culpabilidad o malestar cuando no se contesta a un correo que requiere atención. Este sentimiento no nace de la nada, puesto que las cadenas de correo electrónico ya no se limitan a añadir trabajo de verdad sino que son su eje central.
Los impactos negativos de este estilo de vida son tan ampliamente percibidos y apenas necesitan explicarse. Pero, en aras de este argumento, señalaré brevemente lo que creo que son los dos principales daños.
Primero, esta comunicación incesante fragmenta nuestra atención, dejando sólo pequeños intervalos de tiempo para pensar en profundidad, aplicar las aptitudes a alto nivel y ejecutar bien la actividad principal del trabajo intelectual: extraer valor de las informaciones. Para más inri, el rendimiento cognitivo durante estos intervalos se ve aún más limitado por la llamada "atención residual" que generan los frecuentes cambios de contexto requeridos sólo para comprobar si ha entrado algo importante.
Estos comportamientos no sólo son molestos sino que tienen un importante impacto en la productividad. Escribí recientemente un libro llamado Deep Work (Trabajo profundo), que detalla los enormes beneficios profesionales de que los empleados pasen largos períodos de tiempo sin interrupciones y se concentren en tareas cognitivamente exigentes. Privarles de estos periodos es como colocar unos guantes gruesos y toscos a un trabajador de una cadena de montaje que limita su capacidad de manipular herramientas. En definitiva, es un hándicap autoimpuesto de lo más absurdo.
El segundo efecto negativo es más personal. Como ahora reconocen más trabajadores del conocimiento, el estilo de vida centrado en la bandeja de entrada resulta agotador y provoca ansiedad. Los humanos no estamos biológicamente programados para existir en un estado constante de atención dividida, y necesitamos distanciarnos del trabajo para reflexionar y recargar nuestras pilas. Dicho sencillamente, este flujo de trabajo está amargando a un sector al completo de la economía.
El silogismo aquí es inescapable, y nos lleva a la conclusión de que existe una enorme ventaja para las organizaciones que estén dispuestas a ponerle fin al reino de los flujos de trabajo desestructurados. Estas compañías podrían reemplazarlos con algo diseñado de cero con el objetivo concreto de maximizar la generación de valor y la satisfacción de los empleados.
Dada la relación entrelazada entre el correo electrónico y nuestro enfoque actual del trabajo, también está claro que esta transformación con casi total seguridad requerirá un primer paso radical: eliminar el correo electrónico.
Los débiles esfuerzos por frenar los peores efectos de esta tecnología, como los viernes sin correo y las bandejas de entrada inteligentes, están condenados a fracasar. Una vez que le sea asignada una dirección universalmente accesible de la convención de nombre@empresa.com acabará sumido en un flujo de trabajo desestructurado que, por definición, exige los excesos que azotan a la economía del conocimiento. Estos problemas no pueden ser domados con una etiqueta mejorada. El hierbajo del correo electrónico, en otras palabras, ha de ser arrancado de raíz.

Reemplazar el caos por un flujo de trabajo estructurado

La pregunta consiste en definir un flujo de trabajo "mejor". Incluso los detractores más acérrimos del correo electrónico reconocen que necesitamos disponer de alguna manera de coordinarnos y comunicarnos con nuestros compañeros de trabajo. Pero para argumentar que las organizaciones pueden prosperar sin esta herramienta, permítanme que ofrezca una alternativa concreta inspirada en mi propia experiencia dentro de la academia:el horario de consultas.
El concepto es sencillo. Los empleados ya no dispondrían de direcciones personalizadas de correo electrónico. En su lugar, cada individuo publicaría un horario de dos o tres bloques de tiempo diarios reservados para las comunicaciones. Durante ellos, el individuo estará disponible en persona, por teléfono y por tecnologías de mensajería instantánea como Slack. Fuera del horario de consulta designado por una persona, sin embargo, no se podrá acaparar su atención. Si se necesitase algo de ella, habría que apuntarlo y esperar el próximo horario de consultas.
Y, por el contrario, cuando uno se encuentra entre horarios de consulta, no tendría bandeja de entrada que comprobar ni mensajes pendientes de respuesta. Sólo le quedaría, en otras palabras, trabajar. Y por supuesto, cuando se encuentre en casa por la noche o de vacaciones, el hecho de que no exista una bandeja de entrada que se vaya a ir llenando de obligaciones urgentes permitirá un grado de descanso y recarga que prácticamente ha desaparecido de las vidas de la mayoría de los trabajadores del conocimiento de hoy.
El flujo de trabajo que produciría este régimen de horarios de consultas reemplazaría la mensajería a demanda con unas comunicaciones estructuradas. La gente sabría exactamente cuándo otros podrán requerir su atención y exactamente cuándo podrá exigir la atención de otros. Esta liberación del constante zumbido de interacciones aumentará la intensidad de la concentración que se pueda lograr cuando la gente necesite trabajar en profundidad, y la eficiencia con la que las tareas más superficiales puedan ser agrupadas y despachadas.
Este flujo de trabajo también lograría que todas las conversaciones se sincronicen y, por tanto, sean más eficientes y matizadas. Este tipo de flujos de comunicación no sólo permiten tomar decisiones en tres minutos que de otra manera podrían haberse alargado durante tres días de mensajes incesantes, sino también tiende a producir unas conclusiones más meditadas. Imaginen, por ejemplo, que Alicia y Roberto necesitan trabajar juntos en la redacción de un informe. Si utilizan el correo electrónico, el proceso probablemente se desarrollaría de manera ineficiente. Bajo la presión de una rebosante bandeja de entrada continua, ambos esbozarían respuestas rápidas para despejar temporalmente de su espacio psíquico. Por el contrario, en el escenario de horario de consultas, Alicia y Roberto se verían obligados a hablar en tiempo real acerca del proyecto del informe. Esta interacción, aunque menos rápida en principio que el envío de múltiples mensajes rápidos, tiene más probabilidades de dar paso a un plan comprensivo y coherente para cómo debería desarrollarse el trabajo durante los próximos días.

Respuestas para objeciones comunes

Pero sustituir el correo electrónico por horarios de consulta también tiene sus propios problemas. Por ejemplo, las comunicaciones con clientes y acepto que para este escenario, el correo electrónico debería mantenerse. Los horarios de consulta deberían limitarse por tanto a las comunicaciones internas para cumplir con las expectativas de disponibilidad de los clientes. (Aunque debería hacer constar que en lo que se refiera a las comunicaciones externas, muchos problemas relacionados con el flujo de trabajo desestructurado ya están resueltos: existen muchos populares sistemas de gestión de clientes que proporcionan una importante estructura para estas interacciones).
Otro problema reside en la comunicación colectiva. Una ventaja del correo electrónico es que permite comunicarse con múltiples personas a la vez. Supondría una carga tener que acudir a varios horarios de consultas para difundir el mismo mensaje a todos los miembros de un equipo. Una solución para este problema sería sincronizar los horarios de consultas dentro de los equipos con franjas horarias comunes a todo el equipo y que podrían estructurarse por ejemplo en salas de chat de Slack o con una teleconferencia.
También está el problema del envío de documentos, que mucha gente logra ahora mediante mensajes de correo electrónico. Afortunadamente, no existe ninguna escasez de tecnologías de carpetas compartidas, como Dropbox o Google Drive, que facilitan la transferencia de ficheros entre distintos usuarios.
Tal vez la preocupación más grave que suscita esta propuesta sea el temor de que existan algunas situaciones que se beneficien de la comunicación no sincronizada. Sin embargo, los horarios de consultas no eliminan la asincronía, simplemente trasladan la responsabilidad generada por tales interacciones. En una organización impulsada por correo electrónico, por ejemplo, si tengo alguna sugerencia o información relevante sobre un borrador de informe, simplemente enviaría esas notas cuando hubiera terminado de recopilarlas. Esta acción colocaría la responsabilidad de hacer el seguimiento de estas informaciones en el receptor. En una organización de horarios de consultas, en contraste, me guardaría estos comentarios para el próximo horario de consultas, y entonces podría compartirlos en tiempo real. La responsabilidad de hacer el seguimiento de esta información ahora correspondería al emisor del borrador de informe pero la naturaleza asíncrona de la interacción perdura.
Habrá, por supuesto, algunas circunstancias donde la urgencia de un problema dicte que no se pueda esperar al horario de consultas. Pero en tales casos, la mejor solución es antigua: una llamada telefónica. Dicho de otro modo, sospecho que una organización que empleara esta estrategia tendría una política según la cual se puede, y se debe, llamar al teléfono fijo o móvil de alguien cuando haya un tema realmente urgente que haya que abordar. Me aventuraría a suponer que tales emergencias son mucho menos frecuentes de lo que predeciría la mayoría.
De forma más generalizada, cuando he planteado esta idea en círculos empresariales, muchas de las quejas son del tipo esto no me funcionaría y esto me dificultaría determinadas situaciones. Existe una distinción clave. El objetivo de la mayoría de las organizaciones no es facilitar al máximo el trabajo; es, en su lugar, organizar el trabajo de una manera que le permita ser eficaz, productiva y satisfactoria. El flujo de trabajo desestructurado que predomina actualmente satisface lo primero, mientras las soluciones del estilo del horario de consultas satisfacen lo segundo.
El horario de consultas podría no parecer útil en todas y cada una de las empresas, pero creo que sería aplicable a más entornos de los que cabría esperar. El objetivo más amplio de este discurso es iluminar la profundidad real de los problemas generados por correo electrónico, y destacar la viabilidad de soluciones radicales.
El correo electrónico como tecnología no es intrínsecamente malo. Pero el flujo de trabajo desestructurado que engendra es desastroso. Necesitamos arreglarlo y dudo que se pueda lograr mientras el correo electrónico siga jugando un papel clave en la cultura empresarial.